El año pasado tenía un grupo los viernes a última hora. Sí, esa hora maldita: la última de la semana, justo antes del ansiado fin de semana. Y para rematar, la actividad era cine. Imaginad: niños con cámaras, grabadoras, correteando por los pasillos del cole, rodando escenas de persecuciones… Todo muy «Missión Imposible: versión primaria». Mi hija, acertadamente, bautizó ese rato como la “Hora Gremlin”.
Uno de esos días, yo, un humilde profesor al borde de mi batería emocional, me enfrenté al caos absoluto. Era fin de curso, todos estábamos agotados, pero aún quedaba mucho por rodar. Entré en clase y me encontré con una escena digna de un corto de cine mudo: uno aporreaba la claqueta como si fuera una pandereta; otro convertía la pértiga en lanza medieval; y las tomas… bueno, las pocas que logramos grabar no valían ni para los bloopers.
Intenté mantener la calma, pero aquel pandemónium pudo conmigo. Y estallé. Por primera vez en 15 años de docencia, puse un castigo: les pedí que escribieran una reflexión. Quería saber si aún tenían ganas de seguir con el proyecto, si les interesaba terminarlo y si creían que era posible con la actitud del día.
Y aquí viene lo bonito. Sus respuestas me dejaron conmovido. Sin adoctrinarlos ni hablarles nunca de objetivos «serios», los peques destacaron, con una claridad asombrosa, los valores que fundan este proyecto:
- Trabajo en equipo.
- Divertirse.
- Crear sus propias historias.
- Aprender a manejar cámaras, micros y demás cachivaches.
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